Esta virtud, (según el diccionario de la lengua) “nos enseña a sufrir y tolerar los infortunios y trabajos en ocasiones que irritan o conmueven; es el sufrimiento y tolerancia en las adversidades, penas y dolores, es la espera y el sosiego en las cosas que se desean mucho”.
He aquí una virtud, que casi es desconocida en la Tierra, pues aunque muchos parecen que viven resignados y conformes con su destino más o menos adverso, se cumple en ellos el adagio: “que a la fuerza ahorcan y quedan bien ahorcados”. Una cosa es considerarse impotente para luchar con la adversidad y otra es sonreír en medio del infortunio, sin misticismo, sin exageración, sin alterar las leyes naturales, conservando una perfecta serenidad en las grandes tribulaciones de la vida, en la paciencia hay racionalismo o idiotismo, es una virtud que aun no está bien definida.
No hace mucho tiempo, que salí una tarde par un pueblo cercano y al llegar a la estación de Gracia, tuvimos que esperar cerca de media hora a que pasara el tren ascendente, nos sentamos, nos pusimos a leer como de costumbre, cuando oímos una voz agradable que nos decía:
¿También ha hecho usted tarde como yo?
Levantamos la cabeza y vimos a una mujer del pueblo que contaría probablemente 60 inviernos, delgadita, con ojos pequeños pero vivos, chispeantes, muy expresivos, sonrisa benévola y frente serena coronada de cabellos grises cuidadosamente peinados, su traje era pobre, pero muy limpio.
Sin saber por qué, la miramos atentamente y encontramos en su rostro algo simpático que nos agradó y nos atrajo hasta el punto que dejamos de leer para hablar con aquella mujer que se expresaba en buen castellano.
Hablamos de cosas indiferentes y por último recayó la conversación en la conveniencia de tener más o menos familia.
¿Sabe usted lo que yo creo más conveniente? Dijo nuestra interlocutora; tomar con paciencia las penas de la vida y venga lo que viniere.
Pues no pide usted poco, ¡tener paciencia! ¿y quién la tiene en este mundo?
El que la quiere tener, mire usted, yo la tengo, la he tenido y confío que la tendré y no crea usted que tengo motivos para tener acopio de paciencia, porque he pasado muchas penas, y tanto va el cantarillo a la fuente hasta que se rompe.
Pues nadie diría que usted ha sufrido, porque su semblante revela perfecta tranquilidad.
¡Ah! Es que yo vivo muy tranquila, mas no por eso he dejado de sufrir todo cuanto hay que padecer en el mundo. A los tres años perdía a mi padre, a los once a mi madre, a los quince me casé, a los veintidós ya estaba viuda y contres hijos que parecían tres soles, me casé por segunda vez y hace más de veinte años que perdí a mi marido y a seis hijos, total nueve muertos, contando mis dos maridos y mi madre, porque la muerte de mi padre por mi corta edad no puede sentirla. Ya ve usted si mi paciencia ha sido puesta a prueba y para que no me quedara nada que perder, trabajando de día y de noche, conseguí ahorrar cuatrocientos duros, que los puse en una empresa de ferrocarriles, quebró la compañía y ¡adiós! Mis cuatrocientos duros, fruto de mi trabajo y de mis privaciones.
Otras compañeras que también había puesto allí sus economías se desesperaron, dos cayeron malas y una hasta se murió del disgusto, yo no , pues aunque al saber la pérdida lo sentí, como es natural, en seguida me hice la cuenta siguiente:
No lo he perdido todo, me queda un banquero que me guarda un gran capital, ¡me queda Dios! Que no me dejará perecer pues que me da salud y deseos de trabajar y el que quiere trabajar antes se juntará en el Cielo con la Tierra que él se quede sin comer.
Tiene usted talento práctico para vivir.
Yo no sé lo que tengo, lo que sí le puedo asegurar es que no conozco la envidia, miro a los ricos que viven en la abundancia y digo: cundo lo disfrutan, lo merecerá, porque Dios no puede dar a uno lo que quite a otro, eso se queda bueno para los hombres, no para el rey de los cielos, si ellos disfrutan de lo suyo, ¿por qué he de desear yo lo que no me pertenece? Que soy pobre, es verdad, que si no trabajo no como, es muy cierto, pero tengo salud y buena voluntad y ningún día he dejado de probar la gracia de Dios. ¿Quiere usted más felicidad cuando hay centenares de infelices que se mueren de hambre poco a poco?
Que hay madres que ven renacer en sus hijos, florecer en sus nietos y yo me he secado como el árbol quemado sin echar retoños, esto es triste… pero…¿qué le hemos de hacer?... todavía hay otros más desgraciados que están en un asilo de mendicidad o rodando por las calles implorando caridad y yo siquiera, siempre tengo de sobra donde ir a trabajar, y de noche me voy a mi cuartito, me acuesto en mi buena cama, se que al otro día no me quedaré sin comer, no me remuerde la conciencia de haberle hecho daño a nadie y vivo sin envidiar y sin ser envidiada, que a mi modo de ver, es la única felicidad que se goza en este mundo.
Veo que comprende usted la gran filosofía y admiro su buen criterio.
Yo no sé si sé pensar, pero sí le diré que me fijo mucho en todo lo que veo, en mi larga vida, que ya soy muy vieja, he conocido a mucha gente, porque mi oficio primitivo fue planchadora, después me dediqué a la cocina y voy a muchas casas de los grandes los días que tienen concite, o se van de temporada al campo y cuantas señoras, momentos antes de llegar los convidados, no saben como hacerlo para ocultar sus penas, y lloran por los rincones unas con motivo sobrado y otras por envidiosas, porque no pueden estrenar un vestido mejor que el de fulanita o menganita, he visto tantos sustos, tantas agonías entre esas personas que el mundo llama felices, que francamente, en comparación de ellas, más de una vez me he considerado dichosa, porque he tenido tranquila mi conciencia y no he desconfiado nunca de la justicia de Dios.
Ya tiene usted razón en creerse feliz.
Sí señora que lo soy, porque gracias a Dios nunca me he desesperado en medio de mi desgracia y he tenido paciencia para sufrir, porque he comprendido que nadie tiene más que lo que se merece y que todos podemos ser felices si queremos serlo.
Es cierto, ciertísimo.
Vaya si lo es, la prueba la tengo en mí, que a pesar de la orfandad en la niñez, de haber formado dos veces familia y haberla perdido, tener que trabajar para vivir, sin disfrutar de ninguna diversión, sin ir a ninguna parte, únicamente de mi casa al trabajo y de este a descansar, no me conceptúo por esto desgraciada, veo que todos sufren, que todos padecen, unos más, otros menos, y que los más envidiados suelen ser los que tienen más tribulaciones, siendo condición de esta vida el sufrimiento ¿por qué desesperarse?¿por qué oponerse a la ley cuando una sabe que esto no ha de durar para siempre, que al fin nos hemos de morir y que Dios nos dará el descanso eterno?
Cuántos que pasan por entendidos y por filósofos quisieran tener el buen sentido que usted posee.
Yo no se si soy tonta o discreta, lo que le puedo asegurar es que no me quejo de mi suerte y que todas las noches cuando me acuesto, no me asusta la idea de la muerte, porque estoy segura que nadie me maldecirá cuando me muera. Vaya, buenas tardes, me alegraré de volverla a encontrar.
Yo también, porque he aprendido hablando con usted, y estrechando la mano de la anciana subimos al coche que nos condujo al lugar que deseábamos.
Desde aquella tarde, vive en nuestra memoria el recuerdo de la noble anciana que sin ser espiritista, comprende perfectamente la ley de la vida, y reconoce en Dios lo que muchos sabios se obstinan en no reconocer: “su estricta justicia”.
¡Qué espíritu de tan buen sentido el de aquella anciana! ¡Qué tranquilidad en su frente! ¡Qué alegría tan pura en sus ojos!¡qué expresión tan agradable la de su rostro! Así debíamos vivir todos los que comprendemos el espiritismo, la paciencia se confunde muy a menudo con el fanatismo, que también entre los espiritistas hay fanáticos que creen buenamente que se han de cruzar de brazos ante las pruebas de la vida, sin permitirse el justo desahogo de exhalar una queja, ahogando el sentimiento que es la palpitación de la vida. ¿Para qué entonces la razón del hombre, si no le sirve para apreciar los dolores de su expiación? Una cosa es exasperarse y decir que Dios es injusto, y otra lamentar el atraso en que hemos vivido, que nos obliga a sufrir tantas penalidades, la verdadera paciencia es tolerar los infortunios sin llegar a la desesperación, es esperar con sosiego lo que más se desea, pero de esto a ocultar el llanto, a reprimir la queja, a no dar expansión al sufrimiento, hay una distancia inmensa.
Nadie puede practicar mejor la paciencia, que aquel que sabe que cuanto sufre es consecuencia de sus actos, conociendo la causa, no puede culpar ni a Dios ni a su destino, pero tiene el derecho de culparse a sí y hasta un deber sagrado le impone reconvenirse, pidiéndose cuenta de sus hechos anteriores.
La paciencia no debe ser una virtud pasiva, sino activa, se debe emplear en un trabajo lento y continuado, e indudablemente es la virtud que mejor puede practicar el espiritista racionalista.
La paciencia, no es la impotencia encadenada a la fatalidad, es el trabajo perseverante y metodizado, y en los sufrimientos y tribulaciones, no es dominarse hasta el sacrificio, truncando las leyes de la naturaleza, no es cerrar la fuente de las lágrimas que son la evaporación del sentimiento, el llanto del alma no es la expresión de la rebeldía del espíritu, es el justo tributo rendido a la memoria de los seres que se van antes que nosotros.
El hombre para vivir en la Tierra necesita familia, amigos, almas simpáticas que comprendan la suya y cuando pierde alguno de esos elementos que le ayudan a vivir, necesariamente tiene que languidecer y el verdadero espiritista, el que conoce que sólo de él depende la felicidad de su porvenir, emplea su paciencia en trabajar sin impaciencia confiando como la anciana, cuyo relato hemos referido, en la estricta justicia de Dios.
Uno de nuestros grandes defectos ha sido nuestra impaciencia, siempre hemos adelantado las horas y los acontecimientos, sólo el estudio del espiritismo nos ha hecho conocer la verdad del antiguo adagio, que no por mucho madrugar amanece más temprano, y hemos comenzado a tener paciencia trabajando en nuestro progreso, sin aspirar a inmediata recompensa.
La paciencia es una virtud, y sin quizá, la más necesaria para el adelantamiento del espíritu; esperar con sosiego es vivir, es trabajar, meditar, analizar, buscar el porqué de las cosas y el estudio del espiritismo nos induce indudablemente a tener calma, porque mientras más largo se presenta el plazo de la vida, más esperanza hay de rehabilitación y de felicidad; y como las comunicaciones de los espíritus nos manifiestan que la eternidad es nuestro patrimonio, el más impaciente, el más descontentadizo, el más exigente ha de reflexionar y decir: ¡Tengo tiempo!....¡nada tengo perdido, todo lo puedo recuperar!... y de creerse desheredado, a considerarse dueño de una gran fortuna, hay la misma distancia que del todo a la nada.
¡Bendita la hora que comenzamos el estudio del espiritismo! Por él hemos alcanzado a tener paciencia, y creemos firmemente que cuando lleguemos a comprender el valor inmenso de esa virtud, quizá la primera entre todas las virtudes, habremos escrito en el libro de nuestra historia, la primera página digna de ser leída.
Tengamos paciencia para no cansarnos nunca de trabajar en la propaganda del espiritismo; los iniciados en la verdad suprema tenemos un deber sagrado en decir a las multitudes:
¡No os desesperéis! La vida no tiene término, el progreso es indefinido, ¡nunca acabarán los mundos! Siempre habrá soles que darán vida al universo ¡siempre Dios será la fuerza motora que mantendrá el movimiento y la renovación continua de la naturaleza!
Siempre los espíritus irán ascendiendo por sus virtudes, obteniendo lo que es justo.
Amor, el que haya amado.
Gloria, el que se haya complacido en glorificar a su prójimo.
Riqueza al que haya procurado enriquecer a su prójimo.
Instrucción, al que se haya sacrificado por instruir a los ignorantes.
¡Cuán grande es la vida en su origen!
¡Cuán espléndido su porvenir!
¿Hay algo más consolador que el progreso indefinido?
Si la paciencia nos induce a progresar, ¡bendita sea esa virtud! Ella es la estrella polar que nos guía y nos salva de los innumerables escollos que hay en el mar turbulento de la vida.
¡Paciencia! ¡Tú eres la melancólica sonrisa de los infortunados!
¡La que apartas del abismo a los suicidas!
¡La promesa bendita del infinito!
Amalia Domingo Soler
12 de Septiembre de 1889*“La Luz del Porvenir”