martes, 9 de febrero de 2010

CONCIENCIA, INSTINTOS Y APEGOS (II)


En la primera parte de este artículo señalábamos la importancia del desarrollo de la inteligencia para el enriquecimiento de la conciencia. Nuevas experiencias que anteriormente se escapaban a nuestra consciencia, aún siendo percibidas igualmente por los sentidos, son ahora las encargadas del desarrollo y crecimiento de nuevas etapas de conciencia.

El instinto, como inteligencia rudimentaria, tuvo al principio una gran importancia en el desarrollo de la conciencia. El instinto de supervivencia centra nuestra conciencia en la consecución de los medios necesarios para la subsistencia, haciéndonos conscientes de nuestro entorno y sus posibilidades. Una vez cubiertas las necesidades básicas de supervivencia, surge el instinto de conservación como consecuencia de la Ley de Conservación. Centramos nuestros recursos en desarrollar estrategias que garanticen nuestra subsistencia y la de nuestro grupo o familia. Eliminada la ansiedad causada por la supervivencia inmediata adquieren relevancia las siguientes sensaciones, todavía primarias. Si anteriormente las sensaciones pasaban de largo prácticamente para la conciencia, ahora son un descubrimiento que focalizará su atención y la atraparán con posibles graves consecuencias cuando las convertimos en vicios. Es un periodo necesario para asentar las bases materiales que nos posibilitarán el progreso. El principal peligro es el estancamiento como consecuencia del embelesamiento que pueden producir los sentidos generando los vicios.

Muchos vicios son simplemente consecuencia de excesos al satisfacer nuestros instintos. El exceso de comida tiene consecuencias sobre la salud física evidentes. El sensualismo, por su parte, exige gran cantidad de energías y tiempo de nuestra parte que lo convierten en una trampa perfecta para nuestra conciencia por muchas reencarnaciones, además de espesar y enturbiar los fluidos psíquicos que nos envuelven con consecuencias mórbidas a largo plazo y de sintonía con compañeros inferiores a corto. En este estado de conciencia es frecuente caer en la pereza. La pereza es un doble mal. En si mismo conlleva un estancamiento por inactividad, pero lo peor es que se convierte en el caldo de cultivo para todos los vicios. El trabajo y mantenerse ocupados son buenos recursos para frenarlos.

El desarrollo de la razón aumenta la libertad de la persona, tanto en cuanto nuevas experiencias abren un nuevo escenario para la conciencia. Lamentablemente, pocas veces la razón se desarrolla lejos de los verdugos del orgullo y del egoísmo, nublando su avance con lógicas puramente materialistas carentes de conocimiento espiritual. Mediante la lógica materialista reforzamos el ego, como mecanismo de defensa clásico de la racionalización, donde cualquier desvío moral, al cambiar el punto de vista del lado de lo material, aparece fácilmente justificado en apariencia. Podemos entonces fácilmente justificar el egoísmo bajo el razonamiento de que mientras no tengamos primero resuelta nuestra situación y la de nuestra familia no podremos pasar a dar nada a alguien extraño a nuestro círculo, para no debilitar por tanto nuestras reservas materiales. El orgullo también se soporta mediante la lógica ma­te­ria­lista cuando reivindicamos lo que creemos que nos corresponde por derecho propio, frente a los demás, los cuales no comparten nuestras mismas identificaciones, de patria, casta, grupo, color, raza, etc., olvidándonos que sólo somos usufructuarios de todo los bienes que poseemos y que por tanto, lejos de ser los auténticos propietarios, el prójimo tiene los mismos derechos que nosotros puesto que realmente somos hermanos de espíritu.

La lógica materialista es un arma de doble filo, puesto que aunque parezca que defiende nuestros intereses materiales, realmente nos corta nuestra libertad conforme adormece la conciencia.

La mente egoísta nunca tiene suficiente, y realmente es debido al hecho de que no cubrimos carencias, sino que las tapamos superficialmente mediante la personalidad, cada vez más sofisticada. Por mucho que acumulemos elementos materiales exteriores, las inseguridades son interiores y quedan por tanto intactas, lo que nos lleva a una búsqueda incesante de nuevas adquisiciones materiales que lejos de mejorar la situación, engordan nuestra personalidad mediante una mente más egoísta cargada de identificaciones artificiales. Somos dirigidos invariablemente por la información que intencionadamente envían a nuestros sentidos, buscando satisfacer nuestras necesidades íntimas con fórmulas exteriores. Sólo podremos romper este círculo cuando logremos entender que la verdad de lo que somos está dentro de nosotros y no en lo que mostramos al resto el mundo. Nosotros mismos no sabemos cómo somos porque no sabemos mirar hacia nuestro interior, sólo sabemos mirarnos superficialmente en función de las sensaciones que produce nuestro ego. Si nuestro ego crea una alarma tengo que satisfacerla porque no puedo soportar las emociones que genera en mí cuando no le hago caso. Si en su origen el ego era el mecanismo de la mente encargado de la automatización de los procesos que permitían nuestra conservación, con el tiempo lo fuimos ampliando, engordado por los apegos de las sensaciones tanto físicas como emocionales y justificando siempre por nuestra lógica materialista, ignorante de la verdadera sabiduría espiritual.

No nos sorprenda entonces la necesidad de “poner a dieta” a nuestro ego. Constantemente le seguimos dando de comer y el nos satisface con sensaciones placenteras de éxito, reconocimiento, poder, etc. Además, al ser un mecanismo de conservación, cualquier adquisición nueva entra en su territorio y aumenta su patrimonio, aumentando su poder sobre nuestra psique. Si nuestra psique fuera considerada como un país, el ego sería el ministerio de defensa, incluyendo los servicios de inteligencia. Como ocurre con frecuencia en las naciones poderosas, cuando se pone en peligro los intereses de su país, su ejército reacciona rápidamente con total impunidad. Nuestra mente es totalmente poderosa en nuestra psique en la actualidad, y sus reacciones son difícilmente interceptables sin una voluntad fuerte y una preparación fruto de la perseverancia.

Por tanto tenemos que trabajarnos diferentes puntos: a) Evitar reaccionar según los hábitos cristalizados de nuestro ego. b) Evitar alimentarlo con nuevos deseos e identificaciones. c) Depurarlo en lo posible.

Tenemos por tanto que trabajar los tres puntos anteriores paralelamente para llegar a buen término. Todo avance es importante pero hay que dejar de sembrar “espinas” constantemente. Podemos dejar de reaccionar pero, ¿durante cuanto tiempo lo conseguiremos si no cubrimos nuestras carencias generadoras de tanto apego?

Dejar de reaccionar es un trabajo continuo de voluntad y atención. Tenemos por tanto que crear un hábito de estar conscientes en todo momento de todos nuestros procesos internos y externos. Analicemos nuestros pensamientos y sentimientos para conocernos bien a nosotros mismos y estar prevenidos de aquello que podemos encontrar en nuestro comportamiento diario. En la pregunta 919 de El Libro de los Espíritus, San Agustín nos da la base para iniciar nuestra transformación interior.

No reaccionar no consiste en oponer resistencia sobre nuestras tendencias hasta la extenuación. Resistir no es el camino al seguir aportando nuevo alimento con cada resistencia. Podremos reprimir nuestros vicios, tendencias o hábitos y ocultarlos en la sombra de nuestro inconsciente, donde volverán algún día con las fuerzas renovadas gracias al alimento de nuestro rechazo. Sucede entonces que terminamos aborreciendo en los demás aquellos hábitos que reprimimos en nosotros inducidos por el miedo que nos inspira su vuelta a nuestro consciente. Es lo que ocurre cuando personas aparentemente cuerdas, con educación recta, estallan de repente en comportamientos excéntricos o incluso aberraciones que parecen imposibles en personas como aquellas. Un sentimiento de culpa fortísimo, cuando vuelve la cordura, bajo la desesperación, puede hacer desembocar al infeliz en suicidio para terminar de agravar más la situación.

No reaccionar es escoger la opción más elevada sin oponer resistencia sobre nuestros hábitos. Pensemos que nuestros hábitos están ahí por un mecanismo de aprendizaje de nuestra mente, la cual automatiza aquello que cree de utilidad. Cuando nos resistimos a reaccionar conforme nuestros automatismos nos enfrentamos a nuestra mente y al proceso milenario de aprendizaje-asociación. Nuestra mente como principal recurso del principio de conservación en nosotros tenderá a conservar aquello que en apariencia considere útil. Si queremos cambiar un automatismo considerado útil lo mejor será reaprender que ya no es útil bajo nuestras nuevas circunstancias. Conscientemente debemos por tanto sustituir la reacción por la opción más elevada y nuestra mente asociará de forma natural la nueva acción por la antigua sin crear tensiones en nuestro inconsciente. En este proceso evitemos sentimientos de culpabilidad puesto que retrasarán el cambio deseado al recrearnos en lo que realmente tenemos que olvidar.

Somos responsables de nuestros actos pero no siempre conscientes de todo aquello que aprendimos en etapas de inconsciencia y que nos impulsan a obrar sin percatarnos del error. Podemos englobar la influencia de la sociedad, la educación, la religión que durante siglos han ido preparando a las personas bajo el patrón de sus intereses materialistas, desconocedores de que la realidad espiritual del ser humano no se podrá contener con preceptos que constriñan la libertad del espíritu.

El segundo punto será, como hemos comentado, evitar alimentar nuestro ego, el cual es un proceso más sutil que detectar simplemente nuestras reacciones impulsivas. Ahora ya no hay un histórico que analizar. Pensemos todos aquellos procesos de nuestra conciencia que por determinadas carencias, terminan produciendo en nosotros nuevos comportamientos extraños, mentiras, excentricidades, etc. Cubrir nuestras carencias mediante el estudio continuo y la reforma moral nos librará de tantos y tantos errores que van retrasando nuestro avance evolutivo.
J.I. Modamio
Centro Espírita “Entre el Cielo y la Tierra”

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