lunes, 21 de marzo de 2016

La humildad


La humildad

La humildad es el carisma que nos hace comprender nuestra propia esencia. Nunca sabemos tanto sobre las cosas como nos pensamos, nunca dominamos tanto un tema para sentirnos ofendidos si nos corrigen con fundamento, nunca estamos en posesión absoluta de ninguna verdad, ni tenemos todos los matices de la sabiduría, ni hemos subido todos los escalones que todavía nos aguardan en la escala de Jacob, verdadera metáfora bíblica sobre el crecimiento espiritual a través de los diferentes planos de la existencia cósmica. ¡Qué pequeños somos! ¡A qué tanta irritación por nuestra parte! “Padre, ¡perdónalos porque no saben lo que se hacen!”, nos ha llegado como tradición tal consigna dicha por Jesús de Galilea, momentos antes de su muerte. Y es cierto, ¡qué equivocados que estamos y cuánta soberbia nos domina el corazón, nos impregna el alma y nos envilece el espíritu; el sentimiento!

Nos enseñan los espíritus constantemente que somos apenas ápices en esta andadura celestial, seres pobres de espíritu que todavía buscan alcanzar la verdadera libertad, la verdadera conciencia de su existencia. Pobre de nosotros, tan atados como estamos a las ligaduras que nos ciegan y nos impiden ver más allá de la materia.

“Sólo sé que no sé nada”, y no decía cualquier cosa el frontispicio del templo de Delfos. ¿Hay algún alegato más sensato de lo que es la humildad? La humildad es constructiva, busca crecimiento, no quedarse estática. La humildad es fuerza para acatar y continuar, ilusión para persistir, grandeza para asimilar. La humildad no es pobreza de espíritu, ni tibieza del alma, qué equivocadas aquellas teorías que pregonan la rabia por encima del amor.

Hay planos superiores en donde todos los seres están hermanados y entre todos se apoyan y todos aprenden de todos, porque no hay más ciego que el que cree que con saber datos ya sabe algo. En la Edad Media en algunas vidrieras de las catedrales e iglesias principales se podía ver la figura de gigantes del pasado, con los nuevos estudiosos subidos a sus hombros; puesto que todo es un continuo construir con lo ya avanzado, nadie hace nada desde la nada. Pues bien, esta sublime idea en dichos planos es captada en toda su grandeza y puesta de manifiesto en todo su esplendor. Porque aprenden a amarse, a compartir. A saber hacer válido al que sabe menos en una cuestión técnica, siendo henchido su corazón de bendiciones y de sabiduría auténtica; que es aquella que trae consigo la felicidad y el reconfortamiento interior; no la vacua pesadumbre que en nuestro plano parecen acarrear aquellos a quienes los comités y las academias condecoran como sabios. Pobres sabios que sufren y anhelan un título en su despacho, muchas veces más, que una sincera contribución para el bien común y la humanidad.

Premio Nobel de medicina, año 1906: premio compartido entre Golgi y Ramón y Cajal por sus investigaciones en las comunicaciones interneuronales.

Auditorio pleno. Golgi propone la “comunicación reticular”, las neurona están unidas entre sí como un ovillo de lana. Cajal una teoría mucho más avanzada y compleja pero a la vez más original, es decir: que entre las neuronas existe un salto de información de las unas a las otras (no estando por tanto unidas); estamos por tanto ante el nacimiento de la neurociencia, pues el sabio aragonés intuyó genialmente la existencia de los neurotransmisores. Por consiguiente, la historia le daría la razón a él, en detrimento de Golgi, descubridor de otras importantes actividades biológicas, pero errado en dicha teoría.

Al salir al estrado y exponer el discurso que cada premiado ha de dar, Golgi defendió su premio frente a la teoría de Cajal. Se consideraba único merecedor de dicho galardón.
El sabio aragonés, al intervenir, en lugar de defender su teoría, o vanagloriarse, alabó durante todo su discurso la importante labor científica del profesor italiano.

He aquí una grandeza de espíritu, que con escasos medios logró uno de los hallazgos más relevantes de la ciencia biológica de los últimos tiempos. Y que a su vez era sabio de verdad, porque en su humildad halló la fuerza para un continuo avance y construcción, en pro del bien de la humanidad.
Por tanto, ¿algo más inútil que el ego?

El aprendizaje es algo propio y de crecimiento personal, para el bien común, para compartir y ampliar el grado de vibración de la atmósfera que nos envuelve en nuestras relaciones. No para inútilmente jactarse de una posición, de la que sin nuestro entorno, nunca hubiéramos podido desarrollar. Por tanto devolvamos al mundo parte de lo que él nos ha dado, pues somos una simbiosis de lo que nos rodea.
Jesús Gutiérrez Lucas 



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