sábado, 4 de abril de 2009

Un día en la vida de Allan Kardec

París, a pesar de ser “La ciudad luz” es triste en invierno. Aquella tarde también lo era. La nieve caía lentamente, pero Kardec sentado en su despacho, no observaba lo que ocurría al otro lado de los ventanales. Estaba preocupado, encerrado en sus pensamientos, un dolor, un sufrimiento marcaba su rostro austero. Eran días difíciles. El dinero no alcanzaba para las publicaciones, al tiempo que llovían las cartas de elogios y quejas protestando por la publicación de “El libro de los Espíritus”, que había tenido un eco en el mundo intelectual.

En pugna dos fuerzas tenía enfrentadas a él. “El materialismo” que no aceptaba que la Doctrina Espírita impulsara al hombre en la dirección de Dios y las “clericales”.

Con el corazón oprimido recordó como los Espíritus le habían despertado. Cómo se había iniciado todo “aquello”.

Recordó como su amigo el Sr. Fortier, magnetizador como él, con el que mantenía una gran amistad desde hacía 25 años, le había hablado por primera vez de las mesas giratorias. De las mesas danzantes. Era el año 1.855.

Y cómo en casa de la Sra. Plainemaison, sensitiva, a la que acudieron para presenciar el fenómeno, su amigo el Sr. Fortier le decía ¡Pregunte! ¡Pregunte! Y el preguntaba “mentalmente” y la mesa contestaba con golpes a sus preguntas.

Después de varias visitas comprendió Hipólito León Denizart Rivail, pues entonces mantenía su verdadero nombre, que era un fenómeno diferente y que fuerzas inteligentes se encontraban detrás de todo aquello.

Y estando absorto con sus pensamientos, la puerta se abrió y entró en el despacho su esposa “Amelia Gabriela Boudet”.
- Hipólito, acaban de traer este paquete para ti…

Lo recogió, era un paquete humedecido, cortó las cuerdas que lo rodeaban y lo abrió.

Era un libro de color verde, en cuero de Rusia, con sus hojas raídas y amarillentas por el uso. Unas letras impresas en oro decía “El libro de los Espíritus”. Y más abajo Allan Kardec.

Observó sus hojas desgastadas y entre ellas encontró una carta. Desplegó el papel y leyó:

-Señor Kardec, permítame saludarle con mucha gratitud, este libro salvó mi vida.

-Yo soy Joseph Perrier y hace muchos años que trabajo de encuadernador en París, siendo muy aceptado.

-Le tengo que hacer un poco de historia, pero permítame que le ofrezca este libro para que usted lo tenga de recuerdo, porque a este libro le debo la vida.

Kardec respiró profundamente y siguió leyendo la carta que decía…

-Yo vivía feliz. Tenía un hogar. Me había casado hacía pocos años y mi esposa llenaba todas las ilusiones de mi vida. Todo me sonreía. Profesionalmente estaba trabajando bien… Pero un día una enfermedad nefasta, cruel, marcó nuestra existencia y fue consumiendo la de ella, hasta que murió.

-Fue todo tan rápido Sr. Allan Kardec que no conseguía comprender porque pasaba esto. Materialista, ateo, no aceptaba que hubiese un Dios capaz de llevarse de mi lado a alguien tan amoroso, tan gentil, que había alegrado mi vida. Y ya mi vida no tenía sentido.

-Después de que ya la había sepultado, solamente una idea rondaba mi cabeza. Era la del suicidio. Para que seguir viviendo. Qué razón había para que me mantuviera con vida, mientras ella estaba al “otro lado”, según decían las religiones de la vida. Pero yo no tenía ninguna prueba, no tenía ninguna evidencia. Ella no estaba más a mi lado, no afectaba mis sentidos, y mis sentimientos estaban destrozados por la ausencia de ese ser tan amado, tan querido.

-Una noche paseando por el Sena, no hace mucho tiempo señor Kardec, esa idea constante del suicidio continuaba rondando mi mente. Avancé por el “Puente Nuevo”, la niebla parecía cubrirlo todo. Apenas se veían las farolas iluminadas y dije: “Este es el momento”. Miré las aguas turbulentas del Sena en las que algunos pedazos de hielo ya empezaban a marcha y dije “Sí ¡Ah querida mía, si realmente me esperas estaré allí del otro lado muy pronto! Y cuando fui a parapetarme en el borde del puente “algo” cayó a mi lado que me llamó la atención, me distrajo y miré. Me agaché y lo recogí. Era un libro. Con él en la mano busqué una de las farolas para ver de que se trataba. Era un libro humedecido por el rocío que había caído en la noche y que decía: El libro de los Espíritus”. Abajo alguien había escrito “Este libro salvó mi vida”.

-No sabía qué actitud tomar… El instante en que quería matarme había pasado y la curiosidad por saber de qué se trataba ese libro que decía “…que había salvado la vida a alguien” alguna cosa tendría.

-Emprendí el regreso a mi hogar y pasé el resto de la noche leyendo este libro.

-¡Ah señor Kardec, yo quiero agradecerle a usted que me salvó la vida!

-Ahora sé que este libro es maravilloso y doy gracias a usted que fue quien lo escribió y quien escuchó las voces de los Espíritus para darme una orientación.

-Recíbalo entonces con mi profunda gratitud porque nunca habré de olvidarme que gracias a usted no me he matado.

Y escribió también en el libro “A mí también me salvó la vida”.

Allan Kardec sintió que le corrían las lágrimas por las mejillas y pensó “que poca importancia tenía la incomprensión de los demás o la intolerancia cuando en realidad alguien venía a agradecerle el haberle salvador la vida”. Y lloró.

Ese fue un hecho “importantísimo” en la vida del notable Maestro codificador del Espiritismo, porque de esa manera, en la hora crucial en que el sentía el desamor de la gente, llegaba una prueba de gratitud que todos de alguna forma necesitamos en un momento de nuestra vida. No porque hagamos el bien o ayudemos a alguien esperando la recompensa, sino también porque se necesita una palabra de estímulo.

Juan Miguel Fernández Muñoz
Asociación de Estudios Espíritas de Madrid

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