viernes, 19 de abril de 2019

Un faro en la oscuridad

Un faro en la oscuridad



Todos los tiempos han tenido su código moral de conducta. El ser humano dejado de la mano, abandonado a sus caprichos sensuales, no hace más que fomentar la vida de la materia, cultivando muy poco la que le es más cara y verdadera: la del espíritu. ¡Es tan corto e imprevisible el lapso de tiempo que la vida nos tiene ligados a nuestro cuerpo! ¡Es tanta la alucinación en que vivimos, como si nunca fuéramos a morir! Nuestra época anda a tientas. No creyendo en nada, ya cree saberlo todo. Y qué pobre amparo es el orgullo ante la angustia de la nada. «Espíritus fuertes» así son menciona dos en la codificación.

Son muchos los espíritus que desencarnados nos comentan que siguen viviendo en su estado mental anterior, como esclavos de sus propias rutinas e ideas, sin ser conscientes de dónde se encuentran. Esta alucinación empieza en la vida terrena, ¿no estamos acaso desprevenidos muchas veces?
Cuando nos asolan reveses que no comprendemos, cuando una y otra vez un muro infranqueable parece levantarse ante nuestras metas, ¿no estaremos acaso errando el camino? ¿Se abre un sano lapso a la meditación o dejamos que sea la cólera, la rabia, el resentimiento disfrazado de múltiples emociones menos espinosas quienes nos comande?

No nace el ser humano enseñado, necesita aprender para ganar pericia. No solo el conocimiento de las reglas de un oficio te hacen buen artesano, sino la constante dedicación a su perfeccionamiento. ¿Hacemos lo propio con nuestro espíritu? ¿Somos conscientes de lo importante que es para nosotros? ¡Fuera de aquí toda ostentación! Vade retro Satana! Hacemos para nosotros, «mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía» (1); como diría el poeta, y ese segundo verso se alcanza una vez logrado el primero, de modo natural, y no al revés.

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¿Por qué estoy en el espiritismo? Para aprender. ¿Qué tengo que aprender? Las cosas propias del día a día; vislumbrar el fanal de luz que en la oscuridad de las pruebas puede poner a salvo la embarcación de nuestra vida, siempre tan próxima a zozobrar ante los constantes accidentes existenciales.

¿Pero yo no recuerdo haber hecho nada malo en otra existencia? ¿¡Tan cruel fui!? «Hombres de poca fe» diría Jesús de Nazareth. ¿Quién os ha dicho que todo sea por la ley del Talión? ¿No habló acaso Jesús de la ley del amor? Y no paramos de buscar en la ley de causa y efecto motivos grandilocuentes, cuando a veces son muy simples: rectificar nuestro carácter; aprender humildad en propias carnes; empatizar con los que están en situaciones más precarias que nosotros, aprendiendo a ser misericordiosos con sus males; dar gracias a Dios por la vida. ¡Qué importa que no recordemos! También han cambiado las épocas, pero por desgracia quizá no haya cambiado tanto nuestro espíritu y de ahí las pruebas que nos son necesarias para nuestra evolución espiritual.

A la luz de la enseñanza de los espíritus, estudiando nuestro propio carácter, nuestras inclinaciones intelectuales o artísticas, podemos vislumbrar quiénes somos, y en qué estado estamos. Con la mayor naturalidad del mundo. Los delineamientos de la doctrina son claros. El estudio de cuestiones más técnicas nos puede ayudar a comprender más, pero también nos puede cegar la vanidad de vanidades salomónica, alejándonos de lo que más nos es preciso: nuestra ejercitación moral.

Las ciencias materiales estudian incansablemente todos los días las cuestiones que atañen al conocimiento de la materia; el espiritismo nos invita al estudio de las cuestiones propias del espíritu. La inteligencia espiritual recae en nuestras propias cualidades íntimas, que son nuestro tesoro más sagrado. El conocimiento de las cuestionas más técnicas nos permiten mostrar de un modo más lúcido dichas cuestiones. Pero ¡cuidado!, el espiritismo es una ciencia moral, cuya finalidad es el mejoramiento de sus adeptos:

«Los reconoceréis en los principios de verdadera caridad que profesarán y practicarán: los reconoceréis en el número de afligidos que habrán consolado; los reconoceréis en su amor hacia el prójimo, por su abnegación, por su desinterés personal; los reconoceréis, en fin, en el triunfo de sus principios, porque Dios quiere el triunfo de su ley; los que siguen su ley son sus elegidos y él les dará la victoria, pero destruirá a los que falsean el espíritu de esa ley y hacen de ella su comodín para satisfacer su vanidad y su ambición.» (Erasto, ángel guardián del médium. París, 1863)(2); no una mera enseñanza para ser impartida desde las cátedras o lo que sería peor, desde el púlpito.

Jesús Gutiérrez

(1) Verso de Antonio Machado. Poema «Retrato» de su obra Campos de Castilla (1912). 
(2) Kardec, Allan. Evangelio según el espiritismo, cap. XX, ítem 4 «Misión de los espiritistas» (1864).

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